Victoria Camps, presidenta de la Fundación Víctor Grífols y miembro del patronato de la Fundación Mémora, vuelve a recordar la importancia de acompañar a las personas mayores para que vivan la longevidad con atención, recursos, humanidad y en ningún caso en soledad.
Una de las patologías de nuestras sociedades individualistas y hedonistas es la de una soledad nueva, la que se experimenta sobre todo en las grandes concentraciones urbanas donde los vínculos estrechos no son habituales, donde nada se comparte con nadie porque la compañía es inexistente, donde ya no se espera el confort del contacto amigo porque quienes podrían proporcionarlo están lejos o ausentes. Aunque cuesta reconocerlo, lo cierto es que no somos autosuficientes ni autónomos hasta el punto de no necesitar a otros seres humanos. Aristóteles decía que el hombre que no busca la calidez de la comunidad, al que le basta su propia suficiencia, no es un ser humano, sino un dios o una fiera. Porque somos contingentes, necesitamos protección y ayuda, no somos átomos independientes unos de otros, el vínculo con el mundo es nuestro alimento, vivir es convivir, por eso el lenguaje nos constituye como seres no sólo racionales, sino relacionales. Cuando la relación con los demás desaparece nos sentimos más débiles e inseguros que nunca, nos invade lo que ha venido en llamarse una soledad no deseada. Una soledad donde los verbos que contienen la partícula cum, “con” (acompañar, convivir, compadecer, confiar) no se conjugan.
Nos ocurre a todos, mujeres y hombres de todas las edades, si bien el desamparo se nota más a lo largo de la primera y última etapa de la vida. Más aún, en la última, porque somos más conscientes de nuestras carencias y notamos el abandono incluso cuando la conciencia falta. El lloro del niño que reclama la presencia de la madre o el padre se trueca en la vejez en una tristeza profunda que sólo podría remediar el abrazo, la sensación de tener cerca a alguien que está atento y dispuesto a responder al sufrimiento ajeno.
Reflexiones como esta y otras similares nos han llevado en los últimos años, sobre todo a partir de la pandemia, a poner énfasis en el valor del cuidado como un derecho y un deber que nos compete a todos. Nadie debería envejecer solo ni morir solo ni sufrir solo. Es un signo de humanidad asistir a quienes requieren una atención especial porque se encuentran en un momento especialmente adverso de su existencia. Y conviene recalcar que esa asistencia no debería consistir en un frío hacerse cargo de las debilidades de quien las padece. La asistencia que se limita a proporcionar una serie de servicios que suplen las incapacidades del dependiente es imprescindible pero insuficiente si al mismo tiempo no añade lo que la persona vulnerable recibirá con más alegría: sentir que no está sola, que vive acompañada, que alguien la escucha y empatiza con el padecimiento que la embarga.
Estos días se han presentado en algunas comunidades autónomas los primeros informes destinados a analizar la difícil situación que vivieron las personas mayores alojadas en residencias geriátricas durante la pandemia. El confinamiento para evitar contagios era imperativo, pero la forma de ejecutarlo dejó mucho que desear, fue drástica e inhumana. No sólo por la escasez de mascarillas, respiradores, camas hospitalarias que impedía atender como hubiera sido correcto a todos los casos por igual, sino porque la sensación de encierro y aislamiento total a que se sometió a los ancianos, sin distinguir la singularidad de cada uno, fue inaceptable. Los residentes, sus familiares, las trabajadoras, las directoras de los centros fueron víctimas de un descuido indigno.
Afortunadamente, la crisis sanitaria provocada por la pandemia está superada, pero las deficiencias que entonces afloraron siguen donde estaban. Urge emprender muchos cambios para humanizar la atención sociosanitaria en estos nuevos tiempos en que la longevidad nos ha cogido por sorpresa. Urge pensar qué debemos hacer para que los mayores no se encuentren abandonados ante un futuro que les ha ofrecido el don de vivir más tiempo, pero no siempre mejor de lo que vivieron sus antepasados. En tales condiciones, la longevidad no puede ser entendida como un progreso.
Autora:
Victoria Camps
Presidenta de la Fundación Víctor Grífols y miembro del patronato de la Fundación Mémora